20 nov 2011

Llamémoslo X

Se citaron en el lugar de siempre, a la hora de siempre, al lado de esa marquesina rota.

Ella, para no perder costumbre, llegó tarde.
Él, impasible, esperaba con paciencia, deleitándose en una canción que resonaba en sus cascos.

Se saludaron con dos besos, no querían parecer desesperados. Comenzaron a caminar hacia ningún sitio en particular, simplemente se guiaban por sus pies, enfundados en esas zapatillas anchas algo ajadas ya después de tantos bailes.

Sonreían. Ella gesticulaba tanto cuando hablaba que era imposible no reírse, era adorable, simpática, llena de energía. Igual que un montón de flores que empiezan a crecer tras el duro invierno y creen que pueden plagar toda una pradera con sus tibios colores cálidos.

Bromeaban. Él soltaba de cuando en cuando algún chiste, alguna ocurrencia que creaba una parada instantánea de la conversación antes de que la risa rompiera escandalosa entre el barullo del gentío. Era como un futuro monologuista que improvisaba y quería llenar el teatro con la alegría del público.

Entre ellos había un acantilado, un risco, llamémoslo equis. Pero cuando hablaban, esa grieta se iba cerrando, se acercaban un poco más, casi tanto que ese hueco ya ni existía, pareciese que nunca hubo tal vacío. Ambos sabían que era inevitable porque la chispa de sus almas empezó a arder...

El cielo engreído ni siquiera les advirtió de que llovería, y las gotas empezaron a lanzarse desde las nubes cual kamikazes. Se refugiaron en un portal a la espera de que amainase, pero realmente los dos deseaban que esa lluvia no cesase nunca. Ella tembló exageradamente en un afán de acercarse. Él sonrió, pesándola al brazo por encima y dejando que se arrebujase en su enorme sudadera roja. Involuntariamente empezó a olerle el pelo, a degustar ese aroma suave que parecía que salía del mismo baño de Dios.

Los latidos de ella se empezaron a acelerar, y cerró los ojos, escuchando el silencio. Oyendo cómo la lluvia dejaba a la ciudad en un estado catatónico de paz espiritual. Instintivamente, pasó sus manos por la cintura de él, entrelazando los dedos a la altura de sus lumbares. Posó la cabeza en el pecho y pudo oír con claridad su corazón, que parecía que estuviera en medio de la más difícil de las coreografías.

Sintieron un escalofrío, una descarga, llamémoslo equis. Se quedaron como paralizados, igual que cuando te hinchas de helado y tu cerebro se congela por segundos. Él se acercó a los labios de ella, ella se acercó a los labios él...

Y él se despertó.

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