1 feb 2015

De vuelta en el Dragón Dorado

Desmontó del caballo.

Le acarició las suaves crines con ternura e inspiró el aire límpido y fresco del bosque donde se había criado. Miró en derredor y nada había cambiado: las hojas seguían siendo del mismo tono, los árboles crecían fuertes y robustos sin ningún temor al mañana, el cielo y sus aves seguían vibrando con esa magia que ella tanto añoraba.

Y allí estaba.

La posada que había regentado, en la que había servido tantas copas, en la que se habían hospedado viajeros de recónditos lugares... La nostalgia acudió a sus verdes ojos en forma de lágrima y dejó que se liberara por su mejilla. Se acercó poco a poco al edificio entre las altas matas de hierba y los arbustos salvajes que habían crecido en el antaño camino de guijarros limpio de maleza.

Las vigas seguían en perfecto estado, aunque las condiciones climatologicas habían hecho mella y la humedad había acorchado bastante las paredes. El musgo crecía sin ton ni son por todos los muros con su consecuente pequeño ecosistema. Subió los dos peldaños de madera de roble con cautela pues crujieron lastimeramente, hacía años que nadie los pisaba. Tocó con suavidad las vidrieras llenas de malas hierbas, sucias por la lluvia y el viento. La puerta estaba cerrada tan bien cerrada que se sorprendió.
Sacó de su bolsillo un manojo de llaves. El cascabel con las que las tenía atadas sonó alegremente haciéndole recordar esas mañanas de verano cada vez que daba el giro de muñeca y se impregnaba el aire de comida casera y lavanda. Entró haciendo un ruido ensordecedor. Las bisagras por muy buenas manos que las hubieran elaborado, no habían aguantado bien el paso del tiempo y como era de esperar chirriaron con pena y desaire.

Dentro estaba cargado. Pero no como cuando el edificio estaba en funcionamiento. Era un ambiente enrarecido que olía a moho y a cerrado. La madera del suelo se había levantado aquí y allí, las ratas campaban a sus anchas. Suspiró, aunque con alivio pues ningún bandolero de los caminos se había parado en aquél punto a "descansar". La puerta se cerró sola por el peso y el móvil de madera que tenía atado en el techo volvió a moverse con desenvoltura y a desprender su soniquete tradicional.
Avanzó en la estancia mezclando la realidad y los recuerdos. Los muebles estaban llenos de polvo, carcomidos por las polillas y los insectos. Aunque la chimenea seguía regia y poderosa, coronando la sala y dándole ese toque acogedor que ella tanto buscaba. Los candelabros se movieron por el aire que se colaba entre los pisos superiores y como todo en esa posada, crujieron con fiereza.

La posada llevaba el nombre del "Dragón Dorado" y como tal, se había esmerado en contratar a los mejores pintores, artistas y dibujantes del pueblo para que en las paredes lucieran grandes tapices, cuadros y retratos de las criaturas más hermosas y peligrosas de la faz de la tierra. Había dragones chinos, europeos, de las alas cortas, de cola espinosa, pintados con esmero, admiración y hasta con temor. Hasta algún que otro ebrio parroquiano se había animado a dibujar entre risas su idea de dragón, con un resultado bastante cómico entre garabatos y manchas de espuma de cerveza.
La barra de madera de cerezo estaba impecable. Los grifos hablaban por sí solos: llenos de telarañas y algo oxidados, pero asombrosamente en funcionamiento afirmó tras servirse una pinta de lo que en otro tiempo pudo haber sido alcohol.
Echó una rápida ojeada por la cocina pues nunca había sido de su agrado ese calor infernal que desprendía, eso sí, la comida que salía de los fogones era deliciosa, se podría decir que enganchaba. Más de un cliente le había intentado sobornar para que diera las recetas de tal o cual plato. Pero ella nunca aceptaba tratos ni artimañas. Prefería que esas dotes culinarias quedaran en secreto y seguir atrayendo a más gente.

Las escaleras que subían a las habitaciones habían sido las más perjudicadas. Los tablones de pino estaban roídos por la carcoma, con madrigueras de ratas, heces de animal (no quería ni pensar si eran sólo de animal) y más de uno estaba totalmente destruido. Subió como pudo agarrándose de la barandilla aunque se conocía ese camino mejor que nadie, ahora el suelo era inestable y en cualquier momento podía dejar de hacer su función. El pasillo de las habitaciones estaba lleno de cristales. 'Algún niño me ha destrozado los cristales por diversión, maldita sea' -Pensó para sus adentros mientras esquivaba los trozos más afilados y les daba puntapiés con las botas-
En esas alcobas había ocurrido casi de todo.
El cartel con su nombre pintado seguía colgando de la puerta con gracia y las letras cursivas aún se podían leer con claridad. Sonrió pues en esa habitación había vivido grandes noches, también amarguras, tardes de ansiedad, amaneceres envuelta en lágrimas. Empujó la puerta que curiosamente no sonó. La cama con dosel seguía en pie, mezclando ese ambiente de ternura, calidez y silencio que tanto se necesitaba después de una jornada de trabajo en el bar.
Descorrió las cortinas con fuerza haciendo que el polvo se dispersase en todas direcciones, llenando sus fosas nasales con su consecuente estornudo. Después de tanto tiempo las vistas seguían siendo ese espejismo que descansaba los sentidos, la naturaleza había seguido su curso sin interrupciones y cada vez estaba más densa, más llena de vida.
Divisó el castillo entre las enormes moles de roca con esos banderines chillones que tanto discordaban con el paisaje y como siempre había hecho, soltó un gruñido de disgusto.

Su caballo relinchó estridentemente y varios pájaros de los árboles colindantes salieron disparados de sus nidos con asombro. Sus sentidos se pusieron en alerta.

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