Se acercó un poco más al espejo del ascensor para ver bien esa pequeña y minúscula espinilla apenas perceptible por el resto de la humanidad, pero que le llevaba amargándole la vida desde que puso los pies en la tierra esa mañana.
“Justo hoy, ¿no?” -pensó con recelo y a la vez, tristeza.
“No pasa nada, es muy pequeña, verás que nadie se va a fijar” -Soltó la primera voz.
Esa vez, era un poco más fuerte. Un poco más segura, un poco menos estridente y también menos sarcástica.
Con un respingo, asintió levemente, como dándose ganas y fuerzas. Se estiró la ropa con las manos para su mala suerte, reparando en todas y cada una de las pelusas que tenía la prenda. Esas pequeñas heridas de guerra que guarda cada jersey, calcetín o bufanda. Su mente empezó a llenarse con pensamientos negativos.
Se cernían sobre ella como un nubarrón de verano, de esos que parece inofensivos y en 2 minutos descarga sin piedad una tromba atroz.
“No lo vas a lograr y menos con esta ropa”-La segunda voz volvió a surgir, y esta vez de lo profundo. Sonó como el rasgar una tela, como esa vez cuando te raspaste las rodillas en la tierra, como ese tren que se va cuando tienes prisa por llegar.
Sonó un crujido, si. Algo que renqueaba en el pulmón, o quizá…
Quizá era más a la izquierda y no era el que te da aire, sino el que te bombea la vida, pequeña.
“Vamos a poder con esto igual que pudimos con todo lo que estaba antes” -Dijo esta vez el trueno, un sonido eterno que llevaba callado mucho tiempo.
El timbre de su voz era como el cristal: puro, limpio y fino.
Un rayo de sol inundó el cubículo, se le abrió un hueco en el centro del pecho. Miró hacia arriba para encontrarse con otro espejo en el techo. Sonrió al reflejo.
Cuando menos lo esperaba, las puertas metálicas empezaron a abrirse lentamente. “Es el momento” -Se dijo de nuevo, tragando saliva.
Y salió.
Dió un paso,
luego otro,
y luego otro más.
Sigamos sin parar,
de caminar.
De vivir y soñar.
De agradecer y crear.